La devoción de Padre Pío a la Virgen María refleja un amor profundo y una confianza absoluta. Desde su infancia, María fue su guía y consuelo espiritual.
Padre Pío era un “Rosario Viviente”
La devoción de Padre Pío a la Virgen María constituye una de las manifestaciones más sublimes y conmovedoras de su espiritualidad, un vínculo que emanaba amor filial, confianza inquebrantable y entrega absoluta. Desde su infancia en Pietrelcina, la Virgen iluminó su camino, guiándolo en momentos de alegría y sosteniéndolo en pruebas difíciles, como una madre que nunca abandona a su hijo en el camino de la vida. El amor mariano de Padre Pío floreció en su niñez y lo acompañó hasta el final de sus días, impregnando cada rincón de su existencia. Para él, María no era solo un símbolo religioso venerado, sino una presencia viva y cercana que le brindaba consuelo y fortaleza. La imagen de la Madonna della Libera, tan amada y venerada en la iglesia madre de Pietrelcina, quedó profundamente grabada en su corazón, iluminando su camino como un faro de dulzura espiritual.
Para Padre Pío, la Virgen fue una guía luminosa en las horas más sombrías de su lucha contra el maligno y una compañera fiel en la oración silenciosa y la contemplación. El mes de mayo poseía para él un encanto singular. Lo llamaba “el mes de la bellísima mamá”, un tiempo consagrado a celebrar la ternura y la belleza de María. Durante este período, su corazón rebosaba gratitud por los dones recibidos a través de la intercesión de la Virgen y humildad al sentirse pequeño ante su amor inmenso. En sus cartas, como aquella del 1 de mayo de 1912, es posible entrever la intensidad de esta relación: un crisol de adoración, vergüenza y un deseo ferviente de servir mejor a su ‘mamá querida’. La expresión más tangible de este amor era el Santo Rosario, que Padre Pío llevaba consigo como si fuera su arma espiritual más preciada, un signo visible de su fe inquebrantable. Siempre instaba a quienes lo rodeaban a rezarlo cada día, convencido de su poder. No era casualidad que sus compañeros lo llamaran “Rosario viviente”.
Esta oración constante trascendía su devoción personal: era un canal de intercesión por las necesidades del mundo. Para él, cada Ave María representaba una joya ofrecida a la Virgen, un acto de amor que unía el cielo con la tierra. En una ocasión, exclamó con pasión: “Quisiera que los días tuvieran 48 horas para duplicar los Rosarios”. Estaba convencido de que todas las gracias y maravillas obtenidas para las almas llegaban a través del Santo Rosario. En su celda, la presencia de una gran imagen de la Virgen, colocada a los pies de su cama, simbolizaba el vínculo íntimo y cotidiano que mantenía con ella. Dormía bajo su mirada protectora, como un niño que encuentra refugio en el amor materno. No sorprende que, cuando le preguntaron qué legado espiritual deseaba dejar, Padre Pío respondiera con firmeza: “El Rosario”. Esta respuesta sintetizaba su vida de oración y amor por María, convirtiéndose en una invitación universal para descubrir la belleza de la oración mariana y su poder transformador.